martes, 30 de diciembre de 2014

Un cuento de Navidad


El Rata no tenía ni media neurona sana. Eso decía su madre de él cuando le preguntaban. Su padre no decía nada porque cuando no estaba borracho en la calle estaba borracho en casa. Y en ese permanente estado etílico malvivía más o menos feliz. Nunca les levantó la mano, ni a su madre ni al piltrafa del Rata. Quizá nunca estuvo lo suficientemente sobrio para hacerlo. Sobrevivían gracias a una pírrica pensión que su madre tenía de un primer marido que se quedó tieso de repente, así, sin avisar, a los cuarenta, de un corte de digestión. De cuando la gente palmaba de un corte de digestión. Luego se fue a vivir con el primer tipo aparentemente sobrio que le sonrió por la calle, se quedó preñada, él empezó a arrastrase por los bares de la comarca y ella se dedicó a cuidar al Rata y al desgraciado que lo engendró. Y hasta la fecha. Una mierda de vida, según iba proclamando sin ningún rubor a cualquiera que quisiera escucharle. Que, la verdad sea dicha, no eran muchos.

El Rata, además de no tener una idea buena, no tenía ni media leche. Era un desgraciado de mirada huidiza, esmirriado y bajito – ya crecerás le decía, con algo parecido al cariño, la amargada de su madre -, con cara de miserable – hay jetas que vienen de serie y el molde de su padre lo había heredado sin modificaciones – y encorvado de tal manera que a su aspecto ya de por sí escuchimizado sumaba una mirada de soslayo, desconfiada, traidora. De navajazo en los bajos sin preaviso. Caminaba rápido, como huyendo de todo y como temiéndole a todo. Era como un bicho rastrero. Como una jodida rata.

En esa tarde de Nochebuena no quedaba por la calle ni el sereno. El Rata arrastraba sus perdidos quince años por el desierto pueblo sin más compañía que su sombra y unas cuantas monedas que había afanado de las ofrendas – monedas y flores – que las beatas del pueblo habían dejado por la mañana sobre el manto de la Virgen de la Pureza, en la iglesia que se levantaba a un paso del ayuntamiento, en la única plaza del pueblo. Era en esa plaza donde en verano el alcalde se empeñaba en montar unos festivales con banderitas y mozas y tarima y una orquesta que sonaba como un coro de gruñidos. Y era en esa plaza donde en invierno montaban el Belén, lo único destacable del pueblo. Porque aunque este mantenía una digna y austera decadencia – era igual a casi todos los pueblos de esa zona – su Belén era famoso en la comarca: figuras talladas en madera de tamaño natural por un escultor de la comarca un poco tronado que vivía en los arrabales y que hacía algunos años había alcanzado cierta notoriedad. El caso es que las figuras eran enormes y pesaban cada una de ellas como una condena a galeras, pero el Niño no. El Niño tenía el tamaño adecuado para ser robado. Y eso lo sabía el Rata. El año anterior no había podido ser porque unas inoportunas fiebres lo habían tenido en estado de desgracia durante todas las navidades, así que ni lo intentó. Pero este año sí, pensaba el Rata. Ese año el Niño Jesús iba a pasar las vacaciones con el Rata y luego ya buscaría algún buhonero para colocárselo. Como había Dios. Así que sin pensárselo dos veces saltó la pequeña valla que rodeaba el Belén, cogió la figura y con ella en brazos se perdió por las estrechas y mal iluminadas callejuelas del pueblo.

Entró a la carrera en su casa, emitiendo un sonido parecido a un gruñido como saludo a su madre que, como cada Nochebuena, se empeñaba en cocinar para toda la familia un vulgar guiso que acababa comiendo sola año tras año. Entró en su habitación y dejó la figura en el suelo, al lado de un desvencijado mueble que hacía las funciones de silla. El Rata miró la figura. Dorados cabellos sobre la típica cara de Niño Jesús, redonda, con los mofletes colorados y esa postura acostado pero medio incorporado y con las manos como bendiciendo al mundo. Y esos ojos – pintados en un azul mar – que parecían mirarle a él. El Rata se inclinó más y los observó con detenimiento: tras aquellas pupilas inmóviles pintadas el Rata vio algo extraño, como una suerte de movimiento, como unas sombras que se movían reflejando – eso creía el Rata – las tenues luces de su habitación. Pero no, ahí había algo más. El Rata fijó sus pequeños ojos sobre las pupilas de aquella escultura y vio más allá. En aquellos ojos el Rata pudo ver en un océano de sufrimiento y consuelo, a decenas, cientos, miles de personas que sufrían y decenas, cientos, miles de personas que los consolaban, les daban paz, ayuda y amor. A niños, mujeres y hombres desesperados sin más futuro que aquel que les daban otras mujeres y hombres que dedicaban su vida a dar esperanza. A seres humanos que morían con el consuelo y la compañía de otros seres humanos. Todo eso y muchas cosas más vio el Rata esa noche mirando la cara de aquel Niño Jesús.

“El Niño Jesús apareció la mañana de Navidad en el Belén y el Rata desapareció del pueblo. Nunca más se le volvió a ver. Desapareció con su madre. Jamás supieron nada de ellos. Dicen que los dos murieron vagando por otros lares arrastrando su miseria. Yo prefiero creer que huyeron del pueblo buscando una mejor vida. Y que la consiguieron. En fin, nunca lo sabremos”.

Un montón de caras de jóvenes – yo entre ellos - y niños del pueblo asombrados escuchaban la historia que había contado aquel hombre. El fuego de la chimenea de la sala parroquial crepitaba mientras el misionero daba por concluida la historia. El párroco le agradeció el tiempo dedicado esa fría tarde de Navidad y el misionero – un hombre alto y fornido, con la piel ajada por la edad – sonrió mirando a los jóvenes, dio las gracias igualmente y se levantó.

Fue en ese momento cuando la vi. Mientras se incorporaba. Una silueta curiosa, recortada contra el fuego, como inclinada hacia delante, ligeramente encorvada. Duró un segundo. Luego aquel gigante se irguió y enfilaba hacia la puerta cuando lo alcancé.

- Señor… ¿usted le conoció? - pregunté.

Y volviéndose, me miró fijamente, sonriendo. Y en sus ojos, más allá de su mirada, pude ver un océano de sufrimiento y consuelo, a decenas, cientos, miles de personas que sufrían y decenas, cientos, miles de personas que los consolaban, les daban paz, ayuda y amor. A niños, mujeres y hombres desesperados sin más futuro que aquel que les daban otras mujeres y hombres que dedicaban su vida a dar esperanza. A seres humanos que morían con el consuelo y la compañía de otros seres humanos.

Y supe que el Rata murió aquel lejano día para que naciese un gigante.

Y comprendí. Lo vi con claridad.

Vi mi vida.